LEYENDAS CRUCEÑAS

EL GUAJOJÓ


EL GUAJOJÓ
En lo prieto de la selva y cuando la noche ha cerrado del todo, suele oírse de repente un sonido de larga como ondulante inflexión, agudo, vibrante, estremecedor. Se diría un llanto, o más bien un gemido prolongado, que eleva el tono y la intensidad y se va apagando lentamente como se apaga la vibración de una cuerda.
Oírle empavorece y sobrecoge el ánimo, predisponiéndole al ondular de lúgubres pensamientos y al discurrir de ideas taciturnas. Se dice que han habido personas que quedaron con la razón en mengua y punto menos que extraviadas.
Se sabe que quien emite ese canto es un ave solitaria a la que nombran de guajojó por supuestos motivos de onomatopeya. Son pocos los que la han visto, y esos pocos no aciertan a dar razones de cómo es y en donde anida. Refieren, eso sí, la leyenda que corre acerca de ella y data de tiempo antañones.
Erase que se era una joven india bella como graciosa, hija del cacique de cierta tribu que moraba en un claro de la selva. Amaba y era amada de un mozo de la misma tribu, apuesto y valiente, pero acaso más tierno de corazón de lo que cumple a un guerrero.
Al enterarse de aquellos amores el viejo cacique, que era a la vez consumado hechicero, no hallando al mozo merecedor de su hija, resolvió acabar con el romance del modo más fácil y expedito. Llamó al amante y valido de sus artes mágicas le condujo a la espesura, en donde le dio alevosa muerte.
Tras de experimentar la prolongada ausencia del amado, la indiecita cayó en las sospechas y fue en su búsqueda selva adentro. Al volver a casa con la dolorosa evidencia, increpó al padre entre sollozo y sollozo, amenazándole con dar aviso a la gente del crimen cometido.
El viejo hechicero la transformó al instante en ave nocturna, para que nadie supiera lo ocurrido. Pero la voz de la infortunada pasó a la garganta del ave, y a través de ésta siguió en el inacabable lamento por la muerte del amado.
Tal es lo que referían los comarcanos sobre el origen del guajojó y su flébil canto de las noches selváticas.

EL BIBOSI EN MOTACU





En los tiempos de Maricastaña y del tatarabuelo Juan Fuerte, vivía en cierto paraje de la campiña un jayán de recia complexión y donosa estampa. Amaba el tal con la impetuosidad y la vehemencia de los veinte años a una mocita de su mismo pago, con quien había entrado en relaciones a partir de un jovial y placentero “acabo de molienda”.
La mocita era delgaducha y de poca alzada, pero bonita, eso sí, y con más dulzura que un jarro de miel.
No tenía el galán permiso de los padres de ella para hacer las visitas de “cortejo” formal, por no conceptuarle digno de la aceptación. Pero los enamorados se veían fuera de casa, en cualquier vera de senderos o bajo el cobijo de las arboledas.
Entre tanto los celosos padres habían elegido por su cuenta, como futuro yerno, a otro varón que reunía para serlo las condiciones necesarias. Un buen día de esos notificaron a la hija con la decisión inquebrantable y la inesperada novedad de que al día siguiente habrían de marchar al pueblo vecino para los efectos de la boda.
La última cita con el galán vino esa misma noche. No había otra alternativa que darse el adiós para siempre. El tomó a ella en los brazos y apretó y apretó cuanto daban sus vigorosas fuerzas… “Antes que ver en otros brazos a la amada, entre los suyos contemplarla muerta”.
Referían en el campo los ancianos, y singularmente las ancianas, que el primer bibosi en motacú apareció en el sitio mismo de la última cita de aquellos enamorados.

EL MOJON CON CARA




Hasta mediados del siglo XVIII la calle hoy denominada Republiquetas era de las más apartadas y menos concurridas de vecindario que había en esta ciudad. Las viviendas edificadas sobre ambas aceras no seguían una tras de otra sino con la breve separación de solares vacíos separados de la vía pública por cercos de cuguchi o follaje de lavaplatos.
Hacia la primera cuadra y con frente a la acera norte de dicha calle, vivía por aquella época una moza en la flor de la edad, bonita, graciosa y llena de todos los atractivos. Su madre la mimaba y cuidaba más que a la niña de sus ojos, reservándola en mente para quien la mereciera por el lado de los bienes de fortuna, la buena posición y la edad del sereno juicio.
Pero sucedió que la niña puso los ojos y luego el corazón en un mozo que, aparte la buena estampa y los desenvueltos ademanes, nada más tenía a la vista. Cuando la celosa mamá se hubo dado cuenta de que el fulano rondaba a su joya viviente, redobló la vigilancia sobre ésta, a extremos de no dejarla salir un paso. Pero el galán resultó tan enamorado como paciente y tan firme como tenaz en conseguir el logro de sus ansiedades amorosas. Desde por la mañana hasta por la noche, ahí se estaba en la esquina, plantado y enhiesto, a la espera de que la amada asomase al corredor o siquiera a la puerta, para cambiar con ella algún tiroteo de miradas o recibir la dulce rociada de una sonrisa.
Por aquellos felices tiempos del rey había en todas las esquinas recios troncos de cuchi, a ras de las aceras, para proteger las casas de los encontrones de un carretón o servir de señal para la línea de lo edificado. Se les daba corrientemente el nombre de mojones.
La mamá de la chica, oscilando entre el celo y el recelo, apenas veía allí al quidam, despachaba su malhumor con esta frase:
-¡Ya está ahí ese mojón con cara!.
Ignorando del mote con que la presunta suegra quería burlarse de su constancia y firmeza, el enamorado, en sus largas esperas, dio en la práctica de distraerse con el mojón, mudo compañero de sus expectativas. Con el filoso trasao que llevaba al cinto, como todos los galanes de su tiempo y condición, empezó a labrar el duro palo, con miras a darle en la parte superior la forma de una cabeza humana. Como disponía de sobrado tiempo, hizo en ello cuanto pudo.
Una madrugada de ésas, advirtió la mamá, con el natural sobresalto, que la niña había desaparecido de la casa. Creyendo hallarla en palique con el aborrecido, corrió a la esquina. Pero la mimosa no estaba allí, ni en la otra, ni en las demás esquinas, ni en parte alguna de la ciudad. Paloma con ansias de volar, había alzado el vuelo con el palomo, la noche anterior.
Pero quedaba en la esquina el mojón con la cara que la paciente mano del galán había tallado en sus horas de amante espera.

DONDE EL DIABLO PERDIÓ EL PONCHO

Don Lorenzo Cuéllar, prominente vecino de Warnes (léase Urbanes, a la usanza de la época), era una especie de caja de caudales en lo que respecta a dichos y dicharachos. Los largaba por montones, cualquiera fuese el tema de conversación y cualquiera su interlocutor, como quien distribuye bienes de fortuna, de los que quiere hacer merced en prueba de munificencia. Cuando venía “al pueblo”, y los periódicos de ese entonces no dejaban de saludarle en la columna del Social, visitaba entre los primeros a quien era su amigo y patrocinante de litigios judiciales: el entonces joven y ya prestigioso jurista Rubén Terrazas.
Cierto día cupo a quien esto escribe, niño a la sazón, la suerte de escuchar el diálogo que sostenían el viejo hacendado y el joven letrado. Hablaban al parecer de alguien ofrecido como testigo en el pleito sobre unas tierras que don Lorenzo sostenía con cierto vecino suyo.
-¡Oh! -musitó el fidalgo urbanense-. A éste no va a poder citárselo dentro del término de ley, porque vive lejos, muy lejos… Donde el diablo perdió el poncho.
El culto pero curioso letrado apuntó seguidamente, entre burlón y serio:
-Le he oído varias veces expedirse con ese dicho. ¿Puede Ud. indicarme, don Lorenzo, dónde queda ese lugar?.
-Por allá, por allá… Yo mismo no sé exactamente adónde. En todo caso a muy larga distancia de aquí, y en un paraje que sólo conoce poca gente.
-Si no conoce bien el lugar, estoy seguro de que conoce la historia. Es ocasión de que me la cuente.
-Con el mayor gusto, mi doctorcito. Aquí va la historia, tal como me la contó taita, y a éste el suyo y así sucesivamente.
Hace ñaupas vivía en su establecimiento un señor de los que en clase de cañeros y en condición de solterones cambian cada noche de colchón y muelen a dos y hasta a tres pailas. Demás está decir que ningún colchón era el de su cama propia y ninguna paila le había sido dada con bendición y latines de cura.
Vivía, pues, en pecado mortal y sin intención alguna de apartarse de éste. Con decir que no iba al pueblo sino a la muerte de un obispo, está dicho que no oía misa y con expresar que se pasaba las noches zangaloteando, queda expresado que no ocupaba su tiempo en rezos. Al saberle así, la gente murmuraba de él que era candidato seguro al infierno.
Cierto día le cayó a casa un forastero en calidad de alojado. Era un tipo joven y buen mozo, y desde que llegó hasta que se puso en camino de irse, no aflojó el poncho que llevaba puesto: Un poncho colla a franjas, grueso y tieso, que le cubría desde el cuello hasta los morocos. Con el achaque de que su mula estaba despiada, se quedó durante días en el “establecimiento”.
Poco tardó en ganarse la voluntad del dueño y, lo que es más, su confianza. Al fin consiguió aquello tras de lo cual había venido: Llevarse al dueño de casa por camino largo y con pretexto de venderle una estancia que dijo tener allá a la distancia. Partieron los dos bien montados, el uno con su cómoda chaqueta viajera y el otro embutido en su poncho.
Nadie sabe de qué trataron en el camino, ni qué hizo el uno con respecto al otro. Nada propio de cristianos debió de ser, si se juzgan las cosas por las que después sobrevino. El hecho es que seguían tirando para adelante, cada vez por más lejos de los trechos conocidos.
Entre tanto una de las prójimas que el campesino tenía en casa y molía con él en la molienda, entró en serios temores acerca de él. Desde un comienzo el emponchao no le había caído en gracia, y con esta prevención empezó a abrigar recelos en su contra. Tales recelos se hicieron mayores con la inesperada partida de ambos. Y tanto, que al día siguiente determinó ir en su alcance.
Guapa, valiente y práctica en monturas y viajes, como era, ensilló un caballo y salió al trote largo tras de los caminantes. Sin aflojar el trote, sino para echarle al galope, le fue suficiente ese día con su noche para lograr el arriesgado intento.
Era ya día claro cuando dio con ellos, en momentos en que se disponía para proseguir la marcha. Colocándose frente a los dos se dirigió a su conjunto, gritándole como angustiada:
-¡Ni un paso más, o te perdés pa siempre!.
El del poncho se apresuró a replicar, entre calmoso y ofendido:
-¿Quién sos vos para impedir a éste que vaya conmigo?.
La mujer alzó entonces el grito:
-Te conozco a vos: ¡Sos el mismo Mandinga!.
Al decir esto hacía la señal de la cruz, enérgica y no muy devotamente que se diga. El sujeto empezó a recular protegiéndose los ojos con la mano y el antebrazo.
La mujer llegó a mayores efectividades. Esgrimiendo el talero que tenía en la mano empezó a descargar sobre seguro una lluvia de latigazos. No necesitó de mucho para lograr su objetivo. El diablo, pues se trataba de éste, vivito y coleando, emprendió la fuga. Y con tanta precipitación hubo de proceder, que dejó prendido el poncho en una rama.
Fue así de cómo una mujer pudo más que el diablo, quitándole su presa y haciéndole perder el poncho. De allí viene el dicho, aunque no se mencione el hecho de haber sido una mujer la autora. Mejor así, para que la dignidad del hombre no sea tenida a menos.
Al decir este último, al tuno de don Lorenzo le florecía una sonrisa picaresca tras de los bigotazos rebeldes.

LA CRUZ DEL DIABLO

Perdonen la osadía por tomar el título de una de las más hermosas leyendas de Bécquer, para encabezar la que seguidamente se refiere. Como verá el paciente lector, y ello va en desagravio del Gran Romántico, la sustancia de esta crónica difiere en un todo de aquélla, y el pecado, previa y espontáneamente confesado, sólo estriba en la adopción del titulo. Por lo demás, asiste razón al recolector de antiguallas locales para decidirse por la diabólica denominación.

Trata de Manuel Videla, el mejor pulsador de guitarra habido en estos arrozales de Dios y cuya existencia transcurrió allá por las primeras décadas del siglo pasado. Con decir que era eximio guitarrista y paralelamente buen cantor, queda dicho que era juerguista, amante de francachelas, asiduo a buris y velorios y, por ende, tunante y trasnochador.  Amén de ello, poseía buena estampa y los dones para agradar a prójimas jóvenes y bien parecidas, cualquiera que fuere el estado civil o eclesiástico de ellas.
Las diligencias del oficio, pues por oficio y medio de vida había tomado las felices disposiciones de músico, no pudieron menos de hacer que diese de mano a deberes y obligaciones naturales. Dizque no era buen cristiano, para empezar, ni buen hijo, ni buen vecino, y ni siquiera buen amigo, con respecto a sujetos que por las derechas o por las izquierdas tuvieran compañía femenina apetitosa.
Las buenas prendas que le asistían, esto es las del excelente guitarrista y buen cantor, no inclinaban la balanza en su favor al ser sopesadas con las malas, por parte de quienes no fueran parrandistas, como él o requirentes de sus servicios para serenatas y jolgorios. La mala fama que había echado le ponían negro en los comentarios y prevenciones de padres precavidos, matronas juiciosas, maridos celosos y fieles observantes de la fe cristiana.
Más de una beata madrugadora, al ir a misa a La Capilla o a La Merced, se había encontrado con él en circunstancias que se recogía no ciertamente en buen estado. El encuentro hacía que la buena mujer se persignase al verle, entre indignada y temerosa.
Videla, socarrón, para indignarla más, requería la guitarra que siempre tenía a la mano, y echaba a rasgar un guachambé callejero. Entre los acordes acomodaba el canto de alguna copla licenciosa.
-Algún día el diablo va a cargar con éste -soplaba la madrugadora, volviendo a hacerse cruces.
Días fueron y días vinieron, y por designios del Supremo, llegó el de la reparación y el cumplimiento de los presagios de la beata.
Para decirlo más cabalmente, fue una noche. Noche avanzada, obscura y silenciosa, como hecha a propósito para que ocurriera en ella lo que ocurrió. Videla que acababa de alzar una de las acostumbradas y traía una chispeante “mona”, desembocó en la plaza, junto a la esquina de la catedral, entonces en construcción. De entre la espesa obscuridad alguien apareció y le salió al paso, rasgando una guitarra como para anunciarse que era también músico.
-Soy un forastero que acaba de llegar -explicó el sujeto, viva pero comedidamente-. Sabedor de que usted toca la guitarra como nadie en el pueblo, he salido en su busca para comprobarlo..
Aquello de “comprobarlo” picó en la vanidad del paisano, predisponiéndole a enfrentar el evento del modo que cuadrase a su dignidad..
-¿Quiere usté oírme, don? -replicó, muy dueño de sí.
-Oirle, que usted me oiga y entrar en competencia -redondeó el forastero con aplomo-.
Videla dispuso la guitarra y empezó a puntear.
-Aquí no -sostuvo el forastero-. No es el lugar apropiado. Vayamos a mi alojamiento. Allí tengo unas botellas de buen singani y hay unas chotas que valen lo que pesan.
Y uniendo al dicho el hecho, tomó a Videla del brazo y echó a andar con él por la diagonal de la plaza. Videla, como anticipo del certamen, rompió a tocar animadamente una de las mejores piezas de su copioso repertorio. Al llegar a la esquina formada por las calles hoy denominadas Junín y Libertad, se dejó conducir por la primera con rumbo al occidente, no sin antes haber pedido al desafiante que mostrase a su vez las disposiciones que tenía para pulsar el instrumento.
Conforme iban caminando, advertía el paisano que su contrincante era un guitarrista consumado y a su estimación de presumido, casi tan bueno como él. Al querer observarle sólo veía una silueta algo más negra que las sombras de la noche, y nada más.
Así llegaron al lugar en donde por ese entonces, concluía lo edificado de la ciudad, aproximadamente lo que es hoy el cruce de las calles Junín y Sara. El horizonte allí despejado proporcionaba alguna débil claridad, la suficiente para advertir que el misterioso guitarrista hacía todo para no dejarse ver la cara.
Videla entró ese momento en una vaga desconfianza. Al preguntar al sujeto por la casa del alojamiento, obtuvo una respuesta que le llevó a mayor desconfianza, y de ésta a ondulantes sospechas.
-Un poco más allá, más “allacito”…
Más allá sólo habían barbechos, matorrales y a lo sumo algún chaqueao sin asomo de vivienda. Bien lo sabía él y por eso se plantó de firme. El forastero había dejado de tañer las cuerdas de su guitarra, y le pedía que tomara de nuevo la suya para proseguir en la alternativa.
Videla obedeció casi maquinalmente, pero en ese preciso instante ocurriósele poner en práctica cierta medida, de la que había oído hablar en su niñez a personas piadosas. Tenía los dedos sobre el brazo de la guitarra, y en ella podía ejercitar tal medida sin que el misterioso forastero se diese cuenta, hasta esperar las resultas.
Tocando a más y mejor, verificó una “pisada” sobre las cuerdas, de modo tal que el dedo índice fue a formar una cruz con uno de los trastes. El forastero, que le había tomado del hombro para hacer que caminase con él a la vez que tocaba, al advertir la posición del dedo sobre el traste, le desasió y dio un paso atrás.
La mano derecha del artista conterráneo punteaba o rasgaba las cuerdas, arrancando de ellas sonidos vibrantes, sin dejar de ser armónicos. Entre tanto, la izquierda tenía firme el índice sobre el traste y sólo los otros dedos jugaban por ahí cerca.
El desafiante se fue retirando, retirando, no sin proferir reniegos, primero, y luego echar tacos. No dejó de recular hasta perderse entre la arboleda del deshabitado paraje.
Sólo entonces cayó Videla en la evidencia de que había tenido por desafiante al mismísimo Diablo. Y de que, por mal de sus pecados, había estado a punto de que el Diablo cargase con él en cuerpo y alma.
Sucedió al día siguiente y en los que vinieron después, lo que se dice sucede siempre en casos semejantes: Arrepentimiento, enmienda, cambio de vida y lo demás. Que nuestro guitarrista hubiera perseverado en ello y en su integridad, es cuestión nada fácil de asegurar. Lo que sí se sabe de cierto es que, en señal de devoción y como muestra de rendida gratitud a quien permitió su salvación, mandó hacer una cruz y la colocó en el lugar del feliz percance.
Aunque al decir de cristianos, cruz y diablo son términos opuestos que jamás deben ir juntos, el consenso popular dio a la del sitio de marras la denominación de “La Cruz del Diablo”. Allí se estuvo aquélla por largos años, hasta que un día desapareció del modo que desaparece aquello que no se cuida y tiene quien lo apetezca.
Una última acotación. Melgar Chávez, el folklorista rastreador de “casos” e investigador de la vida de Videla, de quien se ha constituido en poco menos que su biógrafo,cuenta el hecho final de modo no exactamente igual al arriba relatado, y en cuanto a pormenores respecta, lo muy curioso que trae Alejo, que de seguro lo sabe de buena tinta, es la sarta de palabras y aun palabrotas con que el Diablo se expidió increpando a Videla por la ocurrencia de atacarle con la señal de la cruz.
Guarden las guitarras de ogaño, para ejemplo y previsión, de lo que puede sucederles, el caso del conterráneo Videla.